Las huellas de la vida by Tracy Chevalier

Las huellas de la vida by Tracy Chevalier

autor:Tracy Chevalier [Chevalier, Tracy]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2009-03-26T04:00:00+00:00


Capítulo 7

Como la marea cuando alcanza el punto más alto en la playa y luego baja

Todavía recuerdo la fecha en que llegó su carta: el 12 de mayo de 1820. Joe la anotó en el catálogo, pero la habría recordado de todas formas.

A esas alturas ya no esperábamos ninguna carta. Hacía meses que él se había ido. Yo había empezado a olvidar cómo era, el sonido de su voz, su forma de caminar, las cosas que decía. Ya no hablaba con Margaret Philpot de él, ni preguntaba a la señorita Elizabeth si había oído hablar de él a los otros caballeros que buscaban fósiles. Ya no llevaba el dije; lo guardé y no lo sacaba para mirar y acariciar su mechón de cabello.

Tampoco iba a la playa. Me había ocurrido algo. No encontraba curis. Salía y era como si estuviera ciega. Nada brillaba; ya no había minúsculos destellos de rayos ni dibujos que destacaran entre las formas caprichosas.

Mamá y la señorita Philpot intentaban ayudarme. Incluso Joe dejaba su trabajo para venir a buscar fósiles conmigo, aunque yo sabía que prefería estar a cubierto tapizando sillas. Y cuando venía a Lyme el señor Buckland, que nunca se percataba de lo que les pasaba a las personas, era amable conmigo, me llevaba hasta los especímenes que encontraba, me enseñaba dónde creía que debíamos mirar y se quedaba a mi lado más de lo habitual; de hecho, hacía todas las cosas que normalmente yo hacía por él en la playa. También me entretenía con las historias de sus viajes al continente con el reverendo Conybeare y sus payasadas en Oxford, como la del oso domesticado que tenía por mascota y al que vistió para presentárselo a otros catedráticos. O la del amigo que había traído de un viaje un cocodrilo en salmuera, de modo que el señor Buckland tuvo ocasión de añadir un nuevo miembro del reino animal a su lista de degustaciones. No podía evitar sonreír al escuchar sus historias.

Él era la única persona que lograba atravesar la niebla aunque fuera brevemente. Empezó a hablarme de cosas que habíamos descubierto a lo largo de los años y que no pertenecían al icti: vertis más anchas y gruesas, y aletas más planas de lo que deberían ser. Un día me enseñó una vertí con un trozo de costilla que estaba unida más abajo que en la verti de un icti.

—¿Sabes una cosa, Mary? Creo que puede que haya otro animal ahí fuera —dijo—. Un animal con la espina dorsal, las costillas y las aletas como las del ictiosaurio, pero con una anatomía más parecida a la de un cocodrilo. ¿A que sería estupendo encontrar otra criatura de Dios?

Por un momento se me despejó la mente. Observé el rostro bondadoso del señor Buckland, todavía más redondo y regordete que cuando lo conocí, con los ojos brillantes y la frente rebosante de ideas, y estuve a punto de decir: «Sí, yo también lo creo. Hace años que me pregunto si existirá otro monstruo». Pero no lo dije.



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